Giuristi: Revista de Derecho Corporativo / ISSN 2708-9894
Por Johnny Andrés Vásquez Soriano
Estudiante de Derecho Corporativo de la Universidad ESAN
Es de conocimiento prácticamente universal el origen etimológico e histórico griego del concepto de democracia; asimismo, se entiende su evolución, que ha devenido en una forma de gobierno calificada positivamente y que implica separación y sujeción de poderes al derecho. No sucede lo mismo, sin embargo, con la ecuación semántica de «democracia constitucional», que parece denominar una especie dentro de un género, una especificación lingüística con relevancia jurídica. Como señalan en el prefacio los editores del libro, la historia registra que los orígenes de la constitución son antiguos, pero su descubrimiento como herramienta de control jurisdiccional es reciente. Aun así, se advierte que tradicionalmente se ha entendido la democracia como un método que asegura la consecución de los objetivos de la voluntad de las mayorías. Y es precisamente esta concepción formalista de la constitución la que el profesor Ferrajoli pone en entredicho, disecciona, compara y argumenta con magistral precisión en este texto académico.
Así pues, el autor comienza por distinguir dos nociones de Estado de derecho, siendo la primera aquella designación otorgada a cualquier ordenamiento en el que los poderes públicos hayan sido conferidos por ley, además de ser ejercitados en las formas y procedimientos legalmente establecidos; el segundo sentido, que es denominado fuerte o sustancial, designa, en cambio, una situación más restringida para referirse a un ordenamiento en que los poderes públicos estén limitados o vinculados, en tanto que sujetos a la ley. Esta separación se explica a partir de razones históricas. Así, el primer modelo, paleoiuspositivista se consagra con el surgimiento del Estado moderno como institución prevalente y subordinante que pone fin a los conflictos por el monopolio o, en última instancia, de la supremacía de la producción jurídica entre las distintas y concurrentes instituciones de las cuales procedían las fuentes de derecho. De otro lado, el segundo modelo, el Estado constitucional de derecho y constitucionalismo rígido, se ha asentado como el nuevo paradigma en el último siglo en la etapa de la posguerra, subordinando la legalidad misma a una garantía de legitimidad específica, sometida a la jurisdicción de una ley jerárquicamente supraordenada a las leyes ordinarias: la constitución.
El texto académico del profesor Ferrajoli fue publicado en el año 2020 y es una compilación de reflexiones y análisis profundos de la teoría de la democracia, pero que se apoyan en la teoría del derecho. Sus pensamientos han sido sistematizados en esta producción científica mediante una división en tres principales ejes temáticos en los que se desarrolla la teoría de la democracia constitucional: constitucionalismo y democracia, derechos y bienes fundamentales, y libertad e igualdad.
Ahondando en el paradigma de la democracia constitucional, se hace frente a las aporías de la concepción puramente formal de la democracia. El constitucionalismo ha introducido en la estructura de las democracias que incluso el poder legislativo se ha de encontrar regulado jurídicamente no solo en cuanto a las formas de garantía de la voluntad del demos, sino también en relación con la sustancia de su ejercicio. En ausencia de límite sustancial alguno relativo al contenido de las decisiones legítimas, una democracia no puede —o, cuando menos, puede no— sobrevivir. Existe, además, un nexo indisoluble entre la soberanía popular y los derechos sustanciales que fungen de límites o vínculos para la voluntad de las mayorías: los derechos de libertad. Finalmente, con el fin de responder a la aporía filosófica que concibe la democracia como libertad positiva del pueblo de someterse únicamente a sus propios límites, debe entenderse que el pueblo es un sujeto colectivo y que solamente puede tomar decisiones por mayoría a través de la elección de sus representantes. Es por ello por lo que el profesor Ferrajoli formula la necesidad de una redefinición de la soberanía popular que resulte compatible con el paradigma de la democracia constitucional previamente expuesto.
No obstante, el libro plantea que existe una crisis actual del Estado de derecho, la cual se debe a tres razones específicas:
En primer lugar, el principio de legalidad ha sido afectado por la inflación legislativa y la disfunción del lenguaje legal, lo cual ha abierto una oportunidad para la discrecionalidad de los jueces y la formación de jurisprudencia administrativa o privada del derecho, configurando, de esta manera, una regresión al Estado premoderno con la ausencia de certeza, eficiencia y garantías contra la arbitrariedad.
En segundo lugar, el papel garantista de la constitución frente a la legislación, señala el autor, es consecuencia del final del Estado nación como el monopolista exclusivo de la producción jurídica; el riesgo es que se produzca una confusión de las fuentes, el desarrollo de un incierto derecho comunitario jurisprudencial —en el caso, por ejemplo, de la integración europea— causado por tribunales concurrentes y confluyentes entre sí.
En tercer lugar, la ausencia de reglas y límites jurídicos a los poderes económicos y financieros del mercado está mermando al Estado mismo como institución política supraordenada a la economía. Ante tales desafíos, se argumenta la necesidad de plantear un tercer cambio de paradigma, esto es, un constitucionalismo internacional diseñado por las cartas supranacionales de derecho y una refundación garantista de la separación de poderes —especialmente los poderes sociales de los partidos políticos y los poderes económicos y financieros privados—, a fin de neutralizar la amenaza que se cierne sobre la supervivencia de las democracias.
Para responder a qué se refieren los derechos fundamentales, el autor señala que la explicación debe abordarse mediante respuestas a cuatro interrogantes que representan cuatro distintos enfoques:
La primera, de carácter axiológico, pretende ofrecer una respuesta de tipo no asertivo, sino normativo, desde el punto de vista de la justicia: ¿qué derechos deben ser (o es justo que sean) establecidos como fundamentales?
La segunda pregunta planteada es de tipo jurídico, pues se asume desde el punto de vista de la validez según el enfoque del derecho positivo: ¿qué derechos se estipulan como fundamentales por las normas de un determinado ordenamiento?
La tercera cuestión se ofrece desde el punto de vista de la eficacia. Es de tipo empírico y asertivo, pero con un referente histórico o sociológico: ¿qué derechos, por qué razones, a través de qué procesos y con qué grado de eficacia han llegado a ser establecidos y son de hecho garantizados como fundamentales en un espacio y un tiempo determinados?
La última pregunta, que responde cabalmente qué son y cuál es el significado teórico-jurídico de los derechos fundamentales, por tanto, debe plantearse desde la teoría del derecho: ¿cuáles son las condiciones en presencia de las cuales —independientemente de las que efectivamente son, de las que es justo que sean, y cuál sea el origen histórico y el grado de tutela— es posible hablar de derechos fundamentales?
Seguidamente, el profesor Ferrajoli explica que los derechos fundamentales son aquellos conferidos universalmente por las normas de derecho positivo del ordenamiento estudiado, y que, establecidos en constituciones rígidas, modifican la estructura del derecho y de la democracia, incidiendo entonces en la esfera de lo indecidible que y lo indecidible que noi>. Por tanto, se propone clasificar los bienes fundamentales como una subclase contrapuesta a la de los bienes patrimoniales y como objeto de derechos fundamentales que deben ser sustraídos a la disponibilidad de la política y del mercado, los cuales serían bienes comunes, bienes personalísimos y bienes sociales. No obstante, la constitucionalización de derechos es insuficiente, pues, sostiene el autor, una historia social de los bienes mostraría que, por ejemplo, los bienes naturales han cesado de ser comunes en el momento en que, habiéndose vuelto escasos por la destrucción del hombre, han adquirido valor de cambio, no garantizado a todos en derecho. Además, esto ha sido posible por dos aporías de la democracia: el horizonte de la democracia se encuentra confinado a los estrechos espacios de las fronteras territoriales de los Estados nacionales; y, de otro lado, la democracia no recuerda, sino más bien cancela el pasado, y no se hace cargo del futuro, de lo que sucederá más allá de los tiempos breves y de las fronteras nacionales. Por esa razón, en opinión del autor, se necesita una dimensión nueva e inderogable de la democracia, del constitucionalismo y del garantismo: un constitucionalismo y garantismo de largo plazo, y global; es decir, constitucionalismo de derecho privado y constitucionalismo de derecho internacional.
Este eje comienza con un apartado titulado «Propiedad y libertad: dos categorías polisémicas», en el cual se parte de distinguir los derechos fundamentales de los derechos patrimoniales. Tal distinción, sostiene el autor, puede explicarse primeramente señalando que todos los seres humanos son por igual y en igual medida titulares de las mismas libertades fundamentales y de los mismos derechos políticos y sociales; en cambio, cada uno es titular, por diversas razones, y en distinta medida, de diferentes derechos de propiedad. Consecuentemente, anota el profesor Ferrajoli, se tiene la diferencia de naturaleza, por la cual los derechos fundamentales, especialmente las libertades, son indisponibles; lo contrario sucede con los derechos patrimoniales, que son disponibles, alienables y negociables.
Existe, además, una diferencia estructural entre los derechos fundamentales de autonomía y los derechos fundamentales de libertad: se distingue entre libertades negativas y libertades positivas. Las primeras consisten en inmunidad, expectativas de no lesión; el rasgo distintivo de las segundas reside en el hecho de ser potestates agendi, derechos-poder, entendidos como facultad cuyo ejercicio implica actos preceptivos que producen efectos en esferas jurídicas externas además de la propia. Advierte el autor que ignorar estas distinciones provoca confusión, la cual ha llevado a transformar la democracia en una tecnocracia; de ahí que la alternativa es la construcción de una esfera pública mundial y de un Estado de derecho internacional a la altura de los nuevos poderes que garantice la paz y los derechos fundamentales proclamados en las cartas supranacionales.
Concerniente al tópico de la igualdad, se abre la argumentación preguntando al lector acerca de las razones por las cuales el principio de igualdad está reconocido como norma de rango constitucional en calidad de fundamento del constitucionalismo democrático. Contesta el autor con dos respuestas que, advierte él mismo, resultan aparentemente paradójicas: porque somos diferentes y porque somos desiguales; entendiendo la diferencia como la diversidad de identidades personales y la desigualdad, como la diversidad de condiciones de vida materiales y sociales. Así pues, se afirma, el reconocimiento constitucional de la igualdad tiene como objetivo tutelar las diferencias y combatir las desigualdades. Con respecto a la interrogante técnica de cómo se plasman en el plano jurídico el valor de las diferencias y el disvalor de las desigualdades, esto, a juicio del autor, se produce mediante la estipulación de dos clases de derechos fundamentales: los derechos individuales de libertad y autonomía, y los derechos sociales. Los primeros están constituidos por expectativas negativas de no lesión o discriminación; son los derechos a la expresión, tutela y al desarrollo de las diferencias de identidad. Los segundos consisten, en cambio, en expectativas positivas de prestación, con el fin de remover o reducir las desigualdades materiales o sociales.
En suma, la igualdad jurídica, según argumenta el profesor Ferrajoli, consiste en la universalidad de derechos fundamentales tanto individuales como sociales, entendiéndose el universalismo como el hecho de que tanto los derechos de libertad como los derechos sociales corresponden por igual y universalmente a todos. Por tanto, afirma el autor, el principio de igualdad es una norma con la que se estipulan niveles mínimos de igualdad material, que no puede ser violada y cuya observancia precisa la introducción de garantías adecuadas que la protejan frente a las discriminaciones jurídicas y de hecho, pero también, y de manera más llamativa, frente a la discriminación entre ciudadanos y personas, por la cual, aunque determinados derechos son atribuidos a todos en cuanto personas, muchos otros siguen siendo atribuidos solamente a los ciudadanos, un aporía de difícil solución. Además, debe tenerse en cuenta el problema de desigualdad, referido no a la titularidad de derechos, sino a la estructural ineficacia de estos cuando no existen garantías mediante leyes de actuación realmente coherentes.
A modo de conclusión, puede anotarse que el énfasis del profesor Ferrajoli versa principalmente sobre tres problemáticas generales y diferenciadas, pero conexas. En primer lugar, la crisis del modelo actual del Estado constitucional de derecho. En segundo lugar, el reconocimiento de los derechos sociales como derechos fundamentales. Y, en tercer lugar, la distinción de nomen iuris entre los derechos de libertad, por una parte, y los derechos patrimoniales por otra parte.
Como probable solución —a juicio del autor, única alternativa, en realidad— se propone el cambio de paradigma dominante para dar paso a una democracia supraordenada que cuente con un ordenamiento constitucional supranacional capaz de hacer frente a un mundo globalizado que enfrenta problemas y poderes —estos últimos principalmente económicos— que trascienden la capacidad de los Estados nación.