Giuristi: Revista de Derecho Corporativo / ISSN 2708-9894
María del Carmen Gasco Valer
Universidad Privada del Norte
https://orcid.org/0000-0002-9665-9402
Resumen
El artículo propone una interpretación constitucional del rol promotor del Estado y del principio de subsidiariedad en la Constitución de 1993, sobre la base de la noción de fomento, generalmente aceptada por la doctrina, como criterio para establecer cuándo puede el Estado desarrollar actividad empresarial en el marco de la Carta Magna vigente. El análisis se desarrolla desde el punto de vista del derecho público y utiliza para ello el enfoque horizontal[1] del principio de subsidiariedad.
Palabras clave: actividad empresarial, estado, subsidiariedad, fomento, constitución económica.
Abstract
This article proposes a constitutional approach of the role of Government in Economy, and the principle of subsidiarity in the 1993 Peruvian Constitution. The proposal discusses the generally accepted notion of promotion in Public Law, as a reference to establish when Government can develop business activity within the framework of the 1993 Constitution. The discussion adopts the point of view of the Public Law to analyze the principle of subsidiarity of Government when it comes to developing business.
Keywords: government in business, subsidiarity, promotion role ofgovernment, economic constitution.
Nuestra Constitución en su artículo 60 admite la actividad empresarial del Estado, aunque de manera restringida, puesto que lo hace bajo el principio de subsidiariedad. El Estado, sin embargo, no solo interviene en la economía desarrollando actividad empresarial y compitiendo en el mercado con los emprendimientos privados, sino también como autoridad, en ejercicio de la función administrativa, desarrollando actividad de promoción o fomento de actividades alineadas con el interés público. El presente artículo explora la relación entre la actividad empresarial del Estado y el rol promotor de este en el marco de la Carta Magna vigente; para ello, empieza comparando las constituciones de 1979 y 1993 en lo que respecta al papel promotor estatal; continúa analizando la actividad empresarial del Estado en el sistema jurídico peruano; finalmente, propone una interpretación constitucional del rol de promoción del Estado a partir del concepto restringido de fomento, generalmente aceptado en la doctrina.
El modelo económico de la Constitución de 1979 era el de la economía social de mercado, mientras que la base del sistema económico y financiero de su constitución económica se sustentaba en cuatro instituciones básicas: el pluralismo económico, la planificación democrática, la iniciativa libre dentro de una economía social de mercado y un enérgico rol promotor del Estado[2]. En el caso específico de este último aspecto en la economía, era entendido de manera muy amplia, aceptándose que incluía la posibilidad de dirigir, incentivar y específicamente intervenir directamente en el mercado a través de empresas públicas, con lo cual se consagraba la figura del Estado como empresario y como interventor de la vida económica en determinados sectores por causa de necesidad nacional[3]. Dicho rol promotor era consecuente con la idea de un «Estado planificador» que, en mayor o menor medida, entendía al mercado como una suerte de maqueta de la realidad que podía construirse y modificarse fácilmente a partir de decisiones centralizadas en entidades estatales[4]. Sobre el particular, Alayza Grundy, presidente de la Comisión del Régimen Económico y Financiero de la Asamblea Constituyente, señalaba en relación con este tema que:
La promoción, como lo dice la palabra, no es hacer solamente; es fundamentalmente, y esto con diversos grados: estimular el que se haga cooperar en la realización de obras y de servicios, y por último el hacer directo. Las tres formas están indicadas en el proyecto constitucional cuando se dice que la función del Estado estará, principalmente, en intervenir en las obras y servicios que tengan efecto de promoción o de servicio público y cuando se encarga formular la política general de conducción y dirección de la economía[5].
Dentro del marco de este Estado promotor, la actividad empresarial del Estado era un importante mecanismo para el logro de los fines estatales, y de amplio uso. Así, el artículo 110 de la Constitución de 1979 señalaba que «el Estado promueve el desarrollo económico y social mediante el incremento de la producción y de la productividad, la racional utilización de los recursos, el pleno empleo y la distribución equitativa del ingreso. Con igual finalidad, fomenta los diversos sectores de la producción y defiende el interés de los consumidores». Por su parte, el artículo 113 establecía con respecto a la actividad empresarial del Estado que este «ejerce su actividad empresarial con el fin de promover la economía del país, prestar servicios públicos y alcanzar los objetivos de desarrollo».
No obstante, durante la vigencia de la Constitución de 1979 el Perú no logró revertir la crisis económica que atravesaba como resultado de la década previa; y esta, por el contrario, se agudizó. La década de 1980 estuvo caracterizada por una inflación de escalada constante, que empezó ese año en 58.5 %[6]. Para 1989, la inflación anual ya había alcanzado el 3.399 % y en 1990 ascendió al 7.482 %. Todo esto hizo que la inflación promedio de la década se disparase a casi 240 % anual. Si bien la inflación ya venía incrementándose desde la década anterior, nada puede compararse con la que finalmente padeció el país entre 1989 y 1990, que, a su vez, fue consistente con un acelerado crecimiento de la emisión monetaria, la cual llegó a alcanzar tasas de 1.700 % y 4.600 %, respectivamente[7].
La Constitución de 1993 surgió en un periodo de crisis no solamente económica, sino también del «Estado interventor» que propugnaba su predecesora, y buscaba revertir la situación de una economía en quiebra[8]. Al igual que en la Constitución de 1979, se la ha entendido como una economía social de mercado; sin embargo, en contraposición con el modelo económico anterior, no entiende ya al Estado como principal motor de la Economía, sino que traslada este rol a las iniciativas desarrolladas en el marco del sector privado. El protagonismo y la responsabilidad de la productividad del país pasó, así, del funcionario público al empresario. La estrategia de desarrollo se enfocó en la construcción del clima de inversión necesario para que sea ahora la inversión privada la encargada de impulsar el desarrollo nacional y se construyó a partir de un conjunto de reformas de estabilización que van de lo económico a lo institucional y un conjunto de reformas estructurales[9]. La Constitución de 1993 fue producto de esta necesidad y buscó enfocarse en la estrategia: «los gobiernos se abstienen de intervenir en los aspectos en que los mercados funcionan relativamente bien y se concentran en las esferas en que no se puede depender de que éstos actúen por sí solos»[10].
Con la intención de construir el clima apropiado para que el sector privado se convierta en el motor de la economía, la Constitución de 1993 propuso un régimen económico libre de toda carga valorativa[11] en el que se consagraron una serie de libertades, así como la igualdad de tratamiento de la inversión nacional y la extranjera; igualmente, se reforzó la protección de la propiedad privada y de los contratos, estableciendo requisitos taxativos para la expropiación. También se creó la figura de los contratos ley, se garantizó la libre tenencia y disposición de moneda extranjera. Asimismo, el mercado cobra mayor importancia, reforzándose la protección de la competencia y teniendo al consumidor como centro de protección del sistema, viéndose el consumo como una forma de ejercer la dimensión económica de la ciudadanía[12].
Todo esto tenía como fin asegurar un clima propicio para la inversión privada nacional y extranjera que permitiese empoderar a este ciudadano-consumidor haciendo posible la existencia de una mayor cantidad de opciones en el mercado, las que con su elección premian o sancionan a las empresas más eficientes. Este es el contexto en el que surge el principio de subsidiariedad. Su función, entonces, responde al objetivo de sentar las bases de un clima propicio para la inversión privada que permita el crecimiento del mercado a través del surgimiento de más empresas que provean bienes y servicios y compitan por la preferencia del consumidor.
El Perú no fue el único país en tomar este camino. El cambio de paradigma en relación con el rol del Estado como motor de la productividad y el desarrollo de los países se generó en naciones de todo el globo. Así, países como España, Suecia o los Países Bajos, presididos por Gobiernos o coaliciones de gobierno a los que se les puede considerar socialdemócratas, llegaron a las mismas conclusiones: que el Estado debía renunciar a muchas de sus actividades económicas y romper los múltiples monopolios que había generado en la prestación de servicios a los ciudadanos; que debía vender gran parte de sus empresas y devolver a los ciudadanos la posibilidad de elegir. Estas mismas posiciones las adoptó también el Gobierno socialista español de 1985 a 1995. Y la llegada al poder en España del Partido Popular (liberal conservador) supuso el más pleno reconocimiento legal del modelo económico liberal angloestadounidense: privatizaciones y liberalizaciones de los principales sectores económicos (energía, transporte, telecomunicaciones, correo y servicios urbanos)[13].
Dentro del objetivo de sentar las bases para generar el clima propicio que alentara la inversión privada como principal motor de la economía, la actividad empresarial del Estado es permitida por la Constitución, pero sujeta a una serie de restricciones. El artículo 60 introdujo el principio de subsidiariedad en los siguientes términos:
Artículo 60º.El Estado reconoce el pluralismo económico. La economía nacional se sustenta en la coexistencia de diversas formas de propiedad y de empresa.
Sólo autorizado por ley expresa, el Estado puede realizar subsidiariamente actividad empresarial, directa o indirecta, por razón de alto interés público o de manifiesta conveniencia nacional.
La actividad empresarial, pública o no pública, recibe el mismo tratamiento legal.
Como primer requisito, el citado artículo impone la necesidad de una ley del Congreso que habilite al Estado a desarrollar determinada actividad empresarial. Sin embargo, está en discusión si a través de un decreto legislativo o un decreto de urgencia se satisface esta exigencia constitucional[14]. El segundo requisito, muy ligado al anterior, requiere que la ley esté sustentada en razones de alto interés público o manifiesta conveniencia nacional. La norma, entonces, persigue deliberación, en la medida en que deberá determinarse expresamente por qué se configuran dichos supuestos en cada caso concreto. Finalmente, el tercer requisito exige que se analice el mercado, pues solo se verifica si en él la participación privada no existe o es insuficiente.
Esta regla, aparentemente tan rígida y cerrada, puede considerarse una respuesta a la traumática experiencia vivida en el cuarto de siglo durante el cual la expropiación masiva de empresas privadas y la inversión del estado en actividades «estratégicas» dejó a un país quebrado, con un déficit casi inmanejable y una economía destruida[15]. Lo cierto es que la nueva Carta Magna buscaba poner bajo tres llaves la posibilidad de que el Estado desarrolle actividad empresarial, ya que esta rara vez es positiva[16].
Junto con el artículo 60 de la Constitución, el artículo 58 establece que el Estado tiene el rol «de orientar el desarrollo del país» y actuar «principalmente en las áreas de promoción de empleo, salud, educación, seguridad, servicios públicos e infraestructura». Sin embargo, a diferencia de lo señalado en el artículo 113 de la Constitución de 1979, se omite la referencia expresa a la actividad empresarial del Estado para estos fines, estableciendo, en cambio, solo un deber genérico. Por su parte, el artículo 59 de la Constitución de 1993 asigna al Estado el rol de «estimular la creación de riqueza» y «garantizar la libertad de trabajo y la libertad de empresa, comercio e industria», además de «promover a la pequeña empresa»[17]. En este sentido los artículos 113 y 58 responden a modelos distintos de desarrollo y, no obstante sus similitudes, su interpretación no tiene los mismos alcances.
Para hacer eficaz lo dispuesto en el artículo 60 de la Constitución, el Decreto Legislativo 1044, Ley de Represión de la Competencia Desleal, sancionó como un acto que altera indebidamente la posición competitiva propia o ajena la actividad empresarial desarrollada por una entidad pública o empresa estatal que infrinja el mencionado artículo de la Carta Magna; estableció, así, un régimen de fiscalización y sanción directa de aquellas entidades estatales o empresas públicas que realizan actividad empresarial incumpliendo los requisitos establecidos en el texto constitucional. Para desarrollar esta labor, resultaba esencial establecer cuándo nos encontrábamos frente a una actividad empresarial y cuándo no.
Y es que el Estado no siempre participa en la economía desarrollando actividad empresarial, si bien todas sus acciones tienen potencialmente un impacto en el mercado. En efecto, el Estado tiene otras funciones distintas del mercado y que no pueden ser cubiertas por este. Así, por ejemplo, el Estado debe actuar como autoridad, en ejercicio de una potestad administrativa, y, por lo tanto, supervisar, fiscalizar, sancionar, resolver controversias, establecer el marco jurídico, y actuar como órgano regulador de un sector de la economía, estableciendo las reglas de acceso, permanencia o salida de los mercados[18]. Como parte de esta intervención, el Estado puede imponer cargas y otorgar derechos a los agentes económicos; al mismo tiempo, puede ofertar o adquirir bienes o servicios como cualquier otro agente económico o empresario[19]. Este último es el supuesto de la actividad empresarial del Estado y es el supuesto restringido por la regla del artículo 60 de la Constitución.
En este marco, Indecopi, a través de sus decisiones administrativas[20], desarrolló un test de subsidiariedad que establecía parámetros para evaluar cuándo la actividad empresarial del Estado se ajusta al precepto constitucional. El primer filtro de ese test tiene como objetivo establecer si, en efecto, la intervención estatal constituye o no actividad empresarial.
Indecopi definió a la actividad empresarial como «toda actuación estatal que consista en la producción, distribución, desarrollo o intercambio de productos o servicios de cualquier índole, con independencia de la existencia o no de ánimo lucrativo y de la forma jurídica que adopte el Estado para prestar el bien o servicio»[21], excluyendo expresamente de este concepto el ejercicio de potestades de ius imperium y la prestación de servicios asistenciales. En tanto manifestaciones de ius imperium, están excluidas, entonces, las sanciones, las autorizaciones, las concesiones, etc., pues en todas ellas el Estado actúa como una autoridad. Respecto de los servicios asistenciales, estos han sido definidos «como todas aquellas prestaciones de bienes o servicios que tienen la particularidad de ser requeridas con fines sociales, esto es, su finalidad es equilibrar diferencias en los sectores más necesitados de la comunidad, garantizando e impulsando el acceso universal a determinados derechos fundamentales de corte social», entendiendo como su rasgo característico «que son prestaciones de bienes o servicios que el Estado, por mandato constitucional, se encuentra obligado a brindar a los particulares de más bajos recursos de forma ineludible»[22]. Ejemplos de este deber serían los servicios de educación y salud que no son prestados de manera subsidiaria.
Otro supuesto donde el Estado tampoco participaría en el mercado desarrollando actividad empresarial corresponde a actividades de promoción o fomento en las áreas de empleo, salud, educación, seguridad, servicios públicos e infraestructura[23]; es decir, supuestos en los que típicamente el Estado interviene en la economía en el marco de la función administrativa[24].
Sobre el particular, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado en la STC 0008-2003-AI/TC: «23. […] En ese orden de ideas, las acciones del Estado deben estar vinculadas al fomento, estimulación, coordinación, complementación, integración o sustitución, en vía supletoria, complementaria o de reemplazo, de la libre iniciativa privada. La subsidiariedad se manifiesta como el acto accesorio o de perfeccionamiento en materia económica, que se justifica por la inacción o defección de la iniciativa privada» (cursivas añadidas).
En este sentido, se analizará aquí cómo se ha entendido el fomento en cuanto actividad de la función administrativa en la doctrina, a fin de establecer en qué casos el principio de subsidiariedad no sería aplicable a una intervención del Estado en la economía o, lo que es lo mismo, cuándo el Estado no estaría desarrollando actividad empresarial.
La noción de fomento en la doctrina no ha sido unánime; por el contrario, está plagada de interpretaciones que han variado a lo largo del tiempo y que no han estado exentas de crítica. No obstante, el tema enlaza con dos cuestiones de la máxima actualidad: la intervención administrativa en la economía y su régimen jurídico, y la colaboración de los administrados en la obra de la Administración[25]. En 1949, Luis Jordana de Pozas explicaba el tema de esta manera:
En un Estado absolutamente colectivista y totalitario todas las necesidades comunes a un grupo o de carácter general serían públicas. Por el contrario, en los Estados que aceptan el orden individualista solamente se estiman públicas aquellas necesidades que las personas no pueden satisfacer libremente por sí solas. El límite que separa el campo de las necesidades particulares o privadas y de las necesidades públicas varía constantemente.
El mismo concepto de la persona, base del orden individualista, supone la existencia de una esfera de libertad, dentro de la cual la persona actúa según su propia voluntad, y que debe ser tan amplia como lo permita el bien común. Toda disminución de esa esfera y toda intervención (aun cuando sea circunstancial) de la autoridad dentro de ella requiere una justificación basada en la voluntad de la propia persona o en el bien común[26].
Posteriormente define el fomento como «una vía media entre la inhibición y el intervencionismo del Estado, que pretende conciliar la libertad con el bien común mediante la influencia indirecta sobre la voluntad del individuo para que quiera lo que conviene para la satisfacción de la necesidad pública de que se trate»[27]. Y en este sentido, «encaminada a proteger o promover aquellas actividades, establecimientos o riquezas debidos a los particulares y que satisfacen necesidades públicas o se estiman de utilidad general, sin usar de la coacción ni crear servicios públicos»[28].
La distinción entre policía y fomento se sustenta en los medios no coactivos que utiliza este último para lograr su finalidad pública y que, a diferencia del poder de policía, usa la persuasión a través del otorgamiento de beneficios a los ciudadanos que alinean voluntariamente su comportamiento con la finalidad pública deseada. La distinción entre servicios públicos y fomento, en cambio, se focaliza en la ausencia de prestaciones directas a los ciudadanos para el logro de la finalidad pública[29]. Mientras el servicio público se concibe objetivamente como una actividad prestacional interferente, donde surge la necesidad, continuidad, etc., de la prestación, el fomento aparece como una ayuda, un estímulo tendente a que los particulares puedan realizar sus propias finalidades comerciales o industriales, en tanto dicho quehacer redundará en beneficio del interés general[30].
En este sentido, lo que puede hacerse en ejercicio de la actividad de fomento es desarrollar una serie de acciones que estimulan al sector privado a fin de garantizar que ciertas actividades que resultan relevantes para el interés público se desarrollen por iniciativa privada, recurriendo para ello a medios indirectos y no coactivos[31]. Este sería el sentido de los artículos 58 y 59 de la Constitución[32].
Entre las técnicas que se utilizan en el marco de la actividad de fomento, la doctrina suele identificar tres tipos de incentivos: honoríficos, jurídicos y económicos.
En lo que respecta a los primeros, se trata de premios o menciones honrosas concedidas a miembros de la colectividad que voluntariamente desarrollan una determinada conducta o logran alguna meta que se alinea con la finalidad pública. Un ejemplo de este tipo de incentivo serían los premios que se conceden a las empresas que desarrollan prácticas ambientales sostenibles de reducción o prevención de impactos negativos al medio ambiente que superan lo exigido en la normativa o compromiso ambiental[33].
Los incentivos jurídicos, en cambio, son los privilegios jurídicos concedidos a un sujeto al que indirectamente le otorgan una ventaja, en la mayoría de los casos económica[34]. Ejemplos de ello son los convenios de estabilidad jurídica en el marco de ProInversión[35].
Finalmente, los incentivos económicos son las ventajas de carácter patrimonial que favorecen la posición jurídica del sujeto beneficiado con la ayuda pública[36]. Es en este grupo donde usualmente se han ubicado los medios crediticios, es decir, los créditos con condiciones favorables a particulares, concesión de avales públicos para facilitar el acceso al crédito en el mercado financiero por parte de las empresas y otro tipo de ventajas crediticias, así como las subvenciones y subsidios, entre otros[37].
La actividad de fomento, entonces, no es neutra en el mercado —especialmente cuando nos referimos a los incentivos económicos— y es por eso que no ha estado libre de críticas. Entre los principios que le sirven de directriz y límite, se encuentran el de igualdad, en virtud del cual la administración no debe hacer tratos discriminatorios en el otorgamiento de ayudas públicas; y estas, a su vez, no pueden ser utilizadas como un mecanismo para violar las reglas de libre competencia[38].
En el Perú no existe una normativa específica que limite o establezca parámetros generales con relación a cómo puede ser desarrollada esta actividad de fomento. Esta, sin embargo, no podría ser entendida como discrecional o ilimitada, pues ello atentaría contra el principio de legalidad y convertiría al fomento en un cajón de sastre, con el riesgo de vaciar de contenido al principio de subsidiariedad del artículo 60 de la Constitución.
Determinar cuándo el Estado desarrolla actividad empresarial y cuándo no es una labor compleja. Por esta característica, una variable que complica aún
más la ecuación es que en nuestro sistema son dos los órganos (además del Poder Judicial) que eventualmente pueden conocer estos casos. Por un lado, el Tribunal Constitucional es el máximo intérprete de la Constitución, y en esa medida tiene competencia para interpretar los alcances del principio de subsidiariedad del artículo 60 de la Constitución. Por otra parte, está el Indecopi, cuya labor se focaliza en analizar si en un caso concreto se configura una vulneración de la leal competencia en el mercado —con infracción del artículo 60 de la Constitución— a causa de alguna actividad empresarial desarrollada por una entidad pública o empresa estatal. Lo cierto es que no resulta posible desarrollar esta labor sin interpretar los requisitos contenidos en el artículo 60 de la Constitución y sus alcances. Esta situación genera el clima perfecto para decisiones contradictorias que desde un lado del sistema deshagan lo hecho por el otro y viceversa. Más allá de los aciertos o desaciertos de los órganos decisores, esto produce incertidumbre, falta de predictibilidad, desperdicio de recursos, confusión, inestabilidad. Esta ha sido la situación en el caso Gremco vs. IPD.
El caso tiene su origen en el 2004, cuando la empresa Gremco Publicidad (Gremco) presentó una demanda de amparo contra el Instituto Peruano del Deporte (IPD) por vulneración del derecho a la libertad de empresa. Gremco señaló que el IPD venía desarrollando una actividad empresarial en el mercado pese a que la Constitución se lo prohibía. El Tribunal Constitucional desestimó la demanda por considerar que la actividad de arrendamiento de infraestructura (estadio) por parte del IPD no constituía actividad empresarial, en la medida en que los fondos se destinaban al mantenimiento de la infraestructura y la actividad; en consecuencia, no tenía fines de lucro[39]. Además, se trataba de una entidad y no de una empresa pública[40]. Así, señaló que «La “promoción del deporte” (artículo 14° de la Constitución) constituye una finalidad constitucional. Esto significa que el Estado tiene obligaciones positivas para efectivizar tal promoción, cometido que ha de cumplirse, entre otros, a través de la creación y el mantenimiento de infraestructura deportiva. Tal imperativo deriva de la citada norma constitucional. Ahora bien, el mantenimiento y conservación de la infraestructura habilita o autoriza, en un Estado como el peruano escaso de recursos, a que éste deba autofinanciar los recursos orientados a tal finalidad».
Lo expuesto revela que el concepto de actividad empresarial que usó el Tribunal Constitucional para resolver el caso no solo es distinto, sino hasta opuesto, al desarrollado en los últimos años por el Indecopi en sus resoluciones administrativas. Así, según la doctrina del Indecopi, el ánimo de lucro no es un elemento esencial para calificar una actividad como empresarial. Además, el concepto de rol promotor del Estado fue utilizado de manera amplia, de modo que se podría justificar cualquier actividad empresarial que desarrolle el Estado y alegue perseguir un fin constitucionalmente válido. Esta noción de rol promotor del Estado es más compatible con la constitución económica de 1979 que con la de 1993.
En el año 2012 Gremco denunció al IPD y a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) ante el Indecopi, por la presunta comisión de actos de competencia desleal en la modalidad de violación de normas, por infringir el artículo 60 de la Constitución Política del Perú al haber cedido el uso de su estadio para eventos deportivos y no deportivos. Esta vez, la Sala de Defensa de la Competencia resolvió en contra del IPD y de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en el entendido de que «lo relevante, entonces, no es cómo una entidad está calificada legalmente, sino si, en los hechos interviene o no en un determinado mercado, actuando como un operador económico y si su conducta incide o no en la estructura y funcionamiento del mismo»[41].
Y es que la subsidiariedad —y cuándo el Estado desarrolla actividad empresarial y cuándo no— es un concepto económico antes que legal, y dependerá de las circunstancias de cada caso en cada momento, de tal forma que lo que hoy es subsidiario mañana puede dejar de serlo[42]. Entonces, para calificar una actividad como subsidiaria debe determinarse si el sector privado puede o no cubrir la demanda del bien o servicio respectivo. Y esto es algo que varía con el tiempo: las condiciones de oferta y demanda, el tamaño del mercado, los niveles de ingreso de los consumidores, la tecnología disponible en cada momento, las barreras económicas o legales. Lo que hoy es subsidiario puede dejar de serlo mañana y viceversa[43]. Lo que actualmente se considera un servicio público asistencial también puede dejar de serlo en el futuro o ser abordado de otra manera. Lo que en nuestros días es una actividad de fomento y sirve para hacer frente a una problemática concreta del modo más eficaz, en otro momento podría considerarse solamente actividad empresarial camuflada con fines políticos. En tal escenario, corresponde analizar si es hora de plantearse la posición del Indecopi en nuestro sistema como órgano constitucional autónomo para la protección de los consumidores y el buen funcionamiento del mercado.
El caso finalmente, dio lugar a una segunda demanda de amparo ante el Tribunal Constitucional en el año 2016, esta vez interpuesta por el IPD contra el Indecopi, señalando que «es inviable que sea sancionado —a nivel administrativo— por la comisión de actos de competencia desleal, cuando el propio Tribunal Constitucional ya ha señalado que el arrendamiento del Estadio Nacional para cuestiones extradeportivas no califica como una actividad empresarial, en tanto ello tiene por finalidad el mantenimiento de esa infraestructura deportiva y autofinanciamiento de sus actividades»[44].
El rol promotor asignado por la Constitución al Estado permite un abanico de posibilidades que pueden ser utilizadas en cada caso, pero ello no debería entenderse como un «derecho» del Estado a desarrollar actividad empresarial, sino como un deber de establecer medidas adecuadas y necesarias que le permitan cumplir con la promoción de una actividad determinada. Esto es consecuente con lo señalado por el propio Tribunal en la STC 0034-2004-AI/ TC cuando señala que «el artículo 59º del texto constitucional habilita la intervención estatal para cumplir con el deber de garantizar el principio-derecho de igualdad, no solo en aquellas situaciones de sospechosa mayor vulnerabilidad, recogidas expresamente en el artículo 2.2 de la Constitución —por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquier otra índole— sino principalmente, lo habilita para establecer medidas adecuadas y necesarias que le permitan cumplir con la promoción de la pequeña empresa en todas sus modalidades».
Conforme lo expuesto, el deber de promoción del Estado, tal y como está establecido en la constitución económica de la Constitución de 1993, no debería ser entendido como un concepto tan amplio que permita en los hechos que el Estado desarrolle actividad empresarial, pues ello entraña el riesgo de vaciar de contenido el principio constitucional de subsidiariedad. Una forma de darle un sentido compatible con la Constitución y con los fines del Estado es entenderlo como una de las actividades que pueden desarrollarse en el marco de la función administrativa, es decir, como la posibilidad de establecer medidas persuasivas cuya finalidad esté alineada con el interés público y que los privados elijan voluntariamente. Si esta noción no resulta funcional, puede, en todo caso, desarrollarse otra, pero no parece razonable hacer referencia al concepto de promoción o fomento sin establecer qué debemos entender como tal, o como un deber genérico de Estado que pueda justificar cualquier cosa. La sola alegación de promover una finalidad constitucionalmente deseable no debería bastar como criterio para descartar una intervención específica como actividad empresarial del Estado. Finalmente, ante la duda sobre si una intervención determinada del Estado constituye o no actividad empresarial, la regla residual debería mostrarse en contra de la intervención estatal.
Como corolario de lo anterior —y antes de la crisis sufrida por el Perú como resultado de la epidemia de la covid-19 (SARS-CoV-2)—, el Banco Mundial, en su informe de 2017, describía al Perú como uno de los países más destacados de América Latina. Con un ingreso nacional bruto per cápita de 5,975 dólares estadounidenses en 2015, y una de las mayores economías de América Latina y el Caribe (ALC), con un rápido promedio de crecimiento anual de 5.3 % desde 2001, el segundo más importante de ALC después del de Panamá. Con una población relativamente joven de alrededor de 31 millones de habitantes, de los cuales más de la mitad eran menores de 30 años, y que, tras un proceso de urbanización masiva en los últimos 60 años, se había convertido en un país mayoritariamente urbano, con cerca del 80 % de la población viviendo en zonas urbanas, además de un crecimiento económico ampliamente compartido, teniendo en cuenta que la tasa de incidencia de la pobreza se había reducido del 58 al 23 % entre 2004 y 2014, y los ingresos de los hogares del 40 % más pobre crecieron un 50 % más rápido que la media nacional. De esta manera, como resultado del ampliamente compartido y rápido crecimiento, el Perú se había transformado en una economía de renta media-alta, con aspiraciones a convertirse en una economía de renta alta en los siguientes 20 años[45].
La constitución económica de 1979 consideraba al Estado como el principal motor de desarrollo, entendiendo el concepto de rol promotor del Estado de manera amplia y la actividad empresarial del Estado como un mecanismo que habrá de ser utilizado por el Estado de manera discrecional, siempre que esté destinado a promover el desarrollo, prestar servicios públicos. En contraposición, la constitución económica de 1993 adoptó un modelo de desarrollo distinto que tiene a la inversión privada como principal motor del desarrollo, y en ese esquema la actividad empresarial del Estado fue entendida como subsidiaria a la actividad empresarial privada.
La actividad empresarial del Estado no es positiva, puesto que distrae recursos que deberían ser destinados a atender asuntos que solo el Estado puede cubrir. Además, favorece la corrupción y el uso ineficiente de recursos y desincentiva la inversión privada, entre otras muchas distorsiones.
Para desarrollar actividad empresarial, el Estado debe cumplir los tres requisitos fijados en el artículo 60 de la Constitución. Sin embargo, no toda intervención del Estado en la economía supone desarrollar actividad empresarial. El mencionado artículo no limita al Estado cuando este actúa en ejercicio de función administrativa, por ejemplo, cuando actúa como autoridad, o cuando presta servicios asistenciales. Adicionalmente, tampoco debería ponerle límites cuando desarrolla actividades de fomento.
A diferencia de las actividades de prestación de servicios y de policía, la actividad de fomento tiene una finalidad persuasiva alineada con el interés público y brinda al Estado un abanico de posibilidades para sus fines de prestar ayuda, promover o estimular la ejecución de actividades privadas que son de interés general, sin que para el efecto se utilice la coacción ni se proporcionen prestaciones concretas por parte de las autoridades públicas, en el esquema de un servicio público. Este sería entonces el rol asignado al Estado en el marco de los artículos 58 y 59 de la Constitución.
Una interpretación demasiado amplia o indeterminada de este rol promotor del Estado conlleva el riesgo de vaciar de contenido la limitación del principio de subsidiaridad del artículo 60 de la Constitución, lo que en los hechos equivale a interpretar el artículo 58 de la Constitución de 1993 de la misma manera que el artículo 113 de la Constitución de 1979, y que responde más bien a la lógica de un Estado empresario. El rol promotor o de fomento del Estado debe estar plenamente determinado a fin de ser entendido como una herramienta más de la función administrativa, lo que supone justificar cómo se usa en cada caso, para qué y por qué.
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Abogada por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Master of Law por la Indiana University Bloomington, Academic Excellence Award 2012. Consultora en derecho administrativo y derecho constitucional. Profesora del Curso de Derecho Administrativo en la Universidad Privada del Norte y profesora adjunta del Curso de Derecho Administrativo 2 en la PUCP.
1 Para mayor referencia sobre el enfoque horizontal del principio de subsidiariedad, ver Gustavo Galván Pareja, «La actividad empresarial del Estado: entre la subsidiariedad y el trato legal igualitario», Pensamiento Crítico 21, n.º 2 (2016): 84. Para mayor referencia sobre otros enfoques sobre el principio de subsidiariedad, ver Vladimir Rodríguez Cairo, «Enfoques del principio de subsidiariedad de los últimos 25 años», Quipu Kamayoc, n.º 56 (2020): 77-86.
2 Citando la intervención de Ernesto Alayza Grundy del Diario de debates de la Asamblea Constituyente 1978-1979, Congreso de la República, Lima, Raúl Chanamé señala: «Para alcanzar estos objetivos y mantener aquellos el proyecto ha establecido cuatro instituciones en el capítulo que hoy debatimos, instituciones que son las bases generales sobre las que creemos que se debe asentar el régimen económico y financiero del país. [1] La primera y fundamental, el pluralismo económico; [2] la segunda la planificación democrática; [3] la tercera, la iniciativa libre dentro de una economía social de mercado; y la [4] cuarta un enérgico papel promotor del Estado». Raúl Chanamé Orbe, «La Constitución económica», Derecho & Sociedad 40 (2012): 50, https://revistas.pucp.edu.pe/index.php/derechoysociedad/article/view/12788
3 Chanamé Orbe, «La Constitución económica», 54.
4 El artículo 111 de la Constitución del Perú de 1979 establece que: «El Estado formula la política económica y social mediante planes de desarrollo que regulan la actividad de los demás sectores. La planificación una vez concertada es de cumplimiento obligatorio».
5 Raúl Chanamé Orbe, «La Constitución económica», 50, citando el Diario de debates de la Asamblea Constituyente 1978-1979, Congreso de la República, Lima.
6 Eugenio D´Medina Lora, «El modelo económico peruano: más allá de la leyenda», Revista de Economía y Derecho 9, n.º 36 (primavera 2012): 56, http://hdl.handle.net/10757/550868 citando cifras de 2012 del BCRP.
7 D´Medina Lora, «El modelo económico peruano», 56, citando cifras del BCRP.
8 D´Medina Lora, «El modelo económico peruano», 56.
9 D´Medina Lora, «El modelo económico peruano», 66.
10 Banco Mundial, Informe sobre el desarrollo mundial 1991: la tarea acuciante del desarrollo (Washington D. C.: Banco Mundial, 1991), 11.
11 Baldo Kresalja y César Ochoa, El derecho constitucional económico (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2019), 34-35. En relación con el debate sobre la neutralidad («libre de toda carga valorativa») de la Constitución económica en el derecho comparado, y una opinión sobre el particular, véase la cita de Enrique Navarro Beltrán de la Sentencia del STC 1/1982: «... en la Constitución española de 1978, a diferencia de lo que solía ocurrir con las constituciones liberales del siglo XIX y de forma semejante a lo que sucede en más recientes constituciones europeas, existen varias normas destinadas a proporcionar el marco jurídico fundamental para la estructura y funcionamiento de la actividad económica; el conjunto de todas ellas compone lo que suele denominarse la Constitución económica o Constitución económica formal. Ese marco implica la existencia de unos principios básicos del orden económico que han de aplicarse con carácter unitario, unicidad que está reiteradamente exigida por la Constitución, cuyo preámbulo garantiza la existencia de “un orden económico y social justo”, y cuyo art. 2 establece un principio de unidad que se proyecta en la esfera económica por medio de diversos preceptos constitucionales, tales como el 128 entendido en su totalidad, el 131.1, el 139.2 y el 138.2, entre otros. Por otra parte, la Constitución fija una serie de objetivos de carácter económico cuya consecución exige la adopción de medidas de política económica aplicables con carácter general a todo el territorio nacional (arts. 40.1, 130.1, 131.1, 138.1)». Enrique Navarro Beltrán, «La libertad económica y su protección constitucional en Chile e Hispanoamérica: especial referencia al caso de Perú», Revista Derecho & Sociedad, n.º 51 (2018): 266.
12 Pierino Stucchi López Raygada se refiere a este tema señalando que «… los ciudadanos, en su dimensión de consumidores, realizan intercambios económicos, pagando precios por recursos (consistentes en bienes y servicios) mediante instrumentos jurídicos de contratación, en ejercicio de la autonomía de su voluntad. De ahí que el bienestar del individuo y de su entorno familiar dependa de los actos de consumo que este realice e, implícitamente, de su capacidad para adquirir los bienes y servicios necesarios para satisfacer sus necesidades — personales y familiares— del mejor modo posible. […] la relación del individuo con el Estado, en lo concerniente a una economía de mercado, debe basarse en reglas que limiten el poder que detenta este último, con el propósito de que cumpla sus mandatos para lograr el correcto funcionamiento del mercado, realizando el interés general sin limitar la libertad de elección de alternativas de consumo del ciudadano más allá de lo estrictamente necesario para lograr dicha realización. Asimismo, debe basarse en reglas que encomiendan al Estado garantizar los derechos del ciudadano en su dimensión de consumidores; ante quienes le ofrecen bienes y servicios en calidad de proveedores; y ante el propio Estado, que tiene el deber de defender los derechos del consumidor». Pierino Stucchi López Raygada, «La ciudadanía económica en el Perú: el consumidor», en Ensayos sobre protección al consumidor en el Perú, ed. Oscar Súmar (Lima, Universidad del Pacífico, 2011), 56, https://repositorio.up.edu.pe/bitstream/handle/11354/186/SumarOscar2011.pdf
13 Gaspar Ariño Ortiz, «Modelo de Estado y sector público empresarial», Revista de Derecho Administrativo, n.º 3 (febrero 2007): 14, https://revistas.pucp.edu.pe/index.php/derechoadministrativo/article/view/16313
14 Pierino Stucchi López Raygada, «Comentarios sobre la actividad empresarial bajo el ámbito de Fonafe, el principio de legalidad y el procedimiento administrativo sancionador en materia de competencia desleal», en El derecho administrativo como instrumento al servicio del ciudadano (Lima: Palestra, 2018), 576.
15 María Teresa Quiñones Alayza, «Actividad empresarial del Estado, competencia desleal y servicios públicos», Revista de Derecho Administrativo, n.º 12 (diciembre 2012): 66, https://revistas.pucp.edu.pe/index.php/derechoadministrativo/article/view/13490
16 Para un listado reciente que recoge muchos de los problemas que presenta la actividad empresarial del Estado, ver Christian Guzmán Napurí, «El principio de subsidiariedad empresarial del Estado», Revista de Derecho Público Económico 1, n.º 1 (enero-diciembre 2021): 13-16, https://mktposgrado.ucontinental.edu.pe/hubfs/el_principio_de_subsidiaridad_empresarial_del_Estado.pdf
17 La STC 00034-2004-AI en su fundamento jurídico 30 establece que «el artículo 59º de la Constitución recoge una cláusula de garantía para las libertades de trabajo, empresa, comercio e industria; pero, a la vez, establece un mandato, cual es, “brindar oportunidades de superación a aquellos sectores que sufren cualquier desigualdad, en tal sentido, promueve las pequeñas empresas en todas sus modalidades”».
18 Luis José Diez Canseco Núñez y Crosbby Buleje Díaz, «Analizando el papel subsidiario del Estado a propósito de la Resolución N° 3134-2010/SC1-INDECOPI», Revista de Derecho Administrativo, tomo 2, n.º 10 (2011): 225, https://revistas.pucp.edu.pe/index.php/derechoadministrativo/article/view/13691/14315
19 Diez Canseco Núñez y Buleje Díaz, «Analizando el papel subsidiario del Estado...», 225.
20 El desarrollo de los criterios de Indecopi no ha estado libre de controversia. Para mayor referencia sobre la metodología para evaluar el carácter subsidiario en la experiencia peruana y las situaciones evidenciadas a partir de su aplicación, véase Gonzalo Ruiz, Martha Martínez y Eduardo Quintana, «El carácter subsidiario de la actividad empresarial del Estado desde una perspectiva de políticas públicas de competencia», Boletín Latinoamericano de Competencia 22 (2006): 113-123.
21 Resolución 3134-2010/SC1-INDECOPI.
22 Considerandos 36 y 37 de la Resolución 2470-2010/SC1-INDECOPI.
23 El artículo 58 de la Constitución Política del Perú de 1993 establece: «Artículo 58º.La iniciativa privada es libre. Se ejerce en una economía social de mercado. Bajo este régimen, el Estado orienta el desarrollo del país, y actúa principalmente en las áreas de promoción de empleo, salud, educación, seguridad, servicios públicos e infraestructura».
24 Para una mayor referencia sobre el tema, véase Pierino Stucchi López Raygada, «Comentarios sobre la actividad empresarial bajo el ámbito de Fonafe», 575.
25 Mariano Baena del Alcázar, «Sobre el concepto de fomento», Revista de Administración Pública, n.º 54 (1967): 45.
26 Luis Jordana de Pozas, «Ensayo de una teoría del fomento en el derecho administrativo», Revista de Estudios Políticos 48 (1949): 41-42.
27 Jordana de Pozas, «Ensayo de una teoría del fomento..., 46.
28 Jordana de Pozas, «Ensayo de una teoría del fomento..., 46.
29 Libardo Rodríguez Rodríguez, «La actividad administrativa de fomento», en Curso de derecho administrativo iberoamericano, comp. María del Carmen Rodríguez Martín-Retortillo (Madrid: Instituto Nacional de Administración Pública (INAP) / Comares, 2015), 388-389.
30 Juan Carlos Cassagne, Derecho administrativo, tomo 2 (Lima: Palestra, 2017), 170.
31 Al respecto, Libardo Rodríguez Rodríguez lista a modo de ejemplo una serie de definiciones del fomento en sentido positivo como «una “actividad de la administración que trata de ayudar, encauzar y orientar la iniciativa privada cuando ésta se muestra insuficiente”, o que el fomento es “la actividad que consiste en estimular una actividad privada de interés público… se pretende garantizar que, actividades que son relevantes para el interés público, se puedan desarrollar por iniciativa privada” o que corresponde a “todas aquellas medidas de los poderes públicos que tienen por finalidad estimular, promover, incentivar o sostener determinadas actividades o iniciativas privadas, por entender que en ello concurre un interés público”, incluso se ha dicho que el fomento es “la actividad administrativa dirigida a conseguir, mediante medios indirectos y no imperativos, la autoordenación de la actividad privada, de la acción de los ciudadanos o particulares, en función de fines y objetivos de interés público fijados por la administración pública”». Rodríguez Rodríguez, «La actividad administrativa de fomento», 389.
32 En contraposición a esta concepción restringida de la actividad de fomento que integra la función administrativa, Samuel Yábar Palacios, del Taller de Investigación en Derecho Administrativo, hace referencia a una acepción amplia de fomento alineada con la función política: «El sentido amplio o político de la actividad de fomento –concepción primigenia presente incluso en autores de la ilustración[3]–, se refiere a toda actuación de los poderes públicos destinada a mejorar un sector de la realidad, sin importar los medios que se utilicen[4]. En estos términos aún están redactadas muchas normas de nuestro ordenamiento, las cuales hacen referencia a diversas de actuaciones que pueden realizar las administraciones públicas con tal de cumplir con un objetivo determinado[5]. Bajo esta concepción, en nuestra experiencia tuvimos, por ejemplo, al Ministerio de Fomento[6], que aglutinó las competencias de varios de los actuales ministerios, encargándose de la gestión de las obras públicas, la explotación de los recursos y de algunas industrias. Aquí el “fomento” era entendido como la actividad estatal destinada a mejorar la economía del país y podía materializarse mediante instrumentos tan variados como la celebración de contratos públicos o el otorgamiento de títulos habilitantes». Ver Samuel Yábar Palacios (Taller de Investigación en Derecho Administrativo), «Reflexiones sobre la actividad administrativa de fomento en el Perú», Ius 360° El Portal Jurídico de Ius et Veritas, 12 de junio de 2019, https://ius360.com/reflexiones-sobre-la-actividad-administrativa-de-fomento-en-el-peru-taller-de-investigacion-en-derecho-administrativo/
33 Para mayor referencia, ver https://www.gob.pe/14148-otorgamiento-de-incentivos
34 Rodríguez Rodríguez, «La actividad administrativa de fomento», 401.
35 Para mayor referencia, ver https://www.proinversion.gob.pe/modulos/jer/PlantillaPopUp.aspx?ARE=0&PFL=0&JER=5967&sec=1
36 Rodríguez Rodríguez, «La actividad administrativa de fomento», 401.
37 Rodríguez Rodríguez, «La actividad administrativa de fomento», 397.
38 Rodríguez Rodríguez, «La actividad administrativa de fomento», 400.
39 En el considerando 10 de la STC 07644-2006-AA/TC, el TC señaló lo siguiente: «La actividad empresarial denota la acción organizada para la provisión de bienes y servicios, con fines de lucro. Este fin de lucro consiste en el propósito de obtener utilidades cuyo único destino es la satisfacción del interés personal del titular de la actividad empresarial. La presencia del elemento teleológico fin de lucro constituye una característica de sustancial importancia, ya que no toda actividad organizada de provisión de bienes y servicios tiene fines de lucro. Tal es el caso de las actividades cuyo sólo propósito es el cumplimiento de fines sociales de carácter altruista».
40 En el considerando 11 de la STC 07644-2006-AA/TC, el Tribunal Constitucional señaló que: «En el presente caso, al interrogante de si el arrendamiento del Estadio Nacional puede considerarse como actividad empresarial, la respuesta es, entonces, negativa. En efecto, la primera es que se trata de "recursos" para el IPD (artículo 84º, inciso 3, de la Ley N.º 28036 de Promoción y Desarrollo del Deporte). Ahora bien, éste constituye un organismo público descentralizado con rango ministerial con competencia en la formulación de la política educativa y el desarrollo del deporte, de modo que no constituye una empresa pública del Estado. Asimismo, se establece que su función es, entre otras, el “autorizar y regular la cesión en uso de los bienes y la concesión de la infraestructura deportiva con fines de rehabilitación, mantenimiento y construcción de infraestructura” (artículo 8º, inciso 18, de la Ley N.º 28036 de Promoción y Desarrollo del Deporte). Esta norma permite inferir que el objetivo de la cesión en uso y la concesión de la infraestructura se orienta al cumplimiento de fines de conservación de la infraestructura, finalidad que resulta constitucionalmente admisible».
41 Resolución 0415-2014/SDC1-INDECOPI.
42 Alfredo Bullard González, «El otro pollo: la competencia desleal del Estado por violación del principio de subsidiariedad», Revista de Derecho Administrativo, 10 (2011): 203, https://revistas.pucp.edu.pe/index.php/derechoadministrativo/article/view/13689/14313
43 Bullard, «El otro pollo», 203.
44 STC 1396-2017-AA/TC.
45 World Bank Group, Peru Systematic Country Diagnostic 2017 (World Bank Group, [2017]), 9, https://documents1.worldbank.org/curated/en/919181490109288624/pdf/Peru-SCD-final-3-16-17-03162017.pdf
Texto original en inglés: «Peru has been one of the most prominent performers in Latin America in the last 25 years. With GNI per capita of US$5,975 in 2015 (2011 PPP), its economy is one of the largest in Latin America and the Caribbean (LAC). Peru’s rapid economic growth, averaging 5.3 percent since 2001, was second only to Panama’s in LAC. Its population of about 31 million is relatively young, with more than half being under 30 years of age (Box 1). After a massive urbanization process over the last 60 years, Peru is today a mostly urban country, with about 80 percent of the population living in urban areas. Economic growth has been widely shared. The poverty incidence rate fell from 58 to 23 percent from 2004–14, and households’ incomes at the bottom 40 percent grew 50 percent faster than the national average. The fast and widely shared growth transformed Peru into an upper-middle income economy, with aspirations to become a high-income economy in the next 20 years».